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Una gota de agua destruye, poco a poco, una piedra de granito. Algo parecido ocurre en la vida familiar: los roces y los conflictos de cada día desgastan matrimonios, provocan odios entre hermanos, destruyen familias. Además, la rutina apaga cariños y provoca cansancios que llevan a algunos a buscar fuera del hogar lo que ya no saben encontrar entre los suyos.
No basta con estar alerta ante esos peligros, con curar heridas, con evitar nuevos conflictos. En cada hogar, lo más importante es la terapia positiva, el compromiso constante y paciente por construir un clima bueno y alegre, lleno de cariño y amor sincero, entre todos los miembros de la familia.
Con un poco de buena voluntad, los detalles empiezan a ser algo concreto y real. Hoy el esposo abraza a la esposa nada más volver a casa. Mañana será ella la que le acomode la camisa no con un reproche (aunque él lo merezca más de una vez) sino con una especial dulzura.
Los hijos sentirán algo fresco al ver que sus padres les dan un abrazo antes de salir a la escuela o a la universidad, o al encontrar en el desayuno justo aquel “capricho” (sano, para que no engorden) que tanto les gusta.
Al mismo tiempo, los hijos pensarán cómo hacer más felices y más serenos a sus padres. A veces basta con llamarles, si hacen una excursión con la escuela, para decirles que todo va bien y que el lugar que visitan es muy hermoso. Si han pasado los años y los hijos ya son adultos, los padres agradecen infinitamente cualquier saludo, por teléfono o de otra manera concreta, de los hijos.
Entre los hermanos, uno sabrá ceder al otro el primer lugar en el uso de la computadora, o le invitará a jugar un rato precisamente a aquello que tanto le descansa.
Surge en algunos la objeción, válida y seria, de que tales gestos sólo nacen si existe el amor en la familia. Sin amor, podrían convertirse en ritos más o menos vacíos de contenido o, peor, en gestos hipócritas que esconden intereses egoístas: el beso a papá es sólo una preparación para pedirle nuevamente un poco de dinero...
Es cierto que un detalle “insignificante” tiene valor sólo si nace del cariño. Pero también es verdad que el simple hecho de pensar en cómo alegrar a los de casa, en qué puedo hacer para que el otro supere un problema o sienta más ánimos, me lleva a salir de mí mismo y me introduce, sencillamente, en el mundo del amor.
Jesucristo enseñaba que hay más alegría en dar que en recibir (cf. Hch 20,35). Dar detalles de amor en familia alegra, ciertamente, al que los recibe. Pero también produce una profunda dicha interior en quien descubre lo fácil que es dar un poco de uno mismo para ayudar a quienes viven bajo un mismo techo y forman parte de una misma familia, en la sangre y en la misma fe católica.
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Que el Señor los Bendiga y los Guarde…
Luis Antonio
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